domingo, 17 de abril de 2011

Parado

El reloj marcaba las cuatro y media de la mañana. Y hacía rato que no podía dormir, las preocupaciones no le dejaban… no le dejaban. Salió del cuarto, sin despertar a su mujer y se dirigió a su santuario, la cocina.
Encendió la luz blanca insípida, puso a preparar café y mientras recogía los restos de la cena que ensuciaban la cocina. No paraba de darle vueltas a la cabeza, nunca paraba.
Se sirvió una taza, a la vez que se cogía un cigarro del paquete que siempre dejaba preparado la noche antes. Se sentó a la vez que lo encendía en la silla que tenía más años que sus propios hijos, que estaban haciendo los primeros logros para volar del nido, el humo empezó a subir hacia el fluorescente del techo.
Entre calada y calada, se le intercalaban los pensamientos. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya era una realidad. Los temores de meses de incertidumbre se hicieron reales en la charla poco alentadora de un mal jefe, ahora, exjefe.

Demasiados tiempo aguantando para quedarse a tan sólo a unos años de una jubilación bien merecida. Nadie contrata ahora mundo despiadado en épocas de crisis, mucho menos de su edad.
El dinero, la estabilidad, no es que no le preocupara, obviamente, parte de su desvelo se debía a eso, pero la familia junta, que eso no abundaba en esos momentos, podía conseguirlo con muchos esfuerzos. Sus hijos ya comenzaban a mantenerse y su mujer, bueno, si su trabajo no iba tan bien como debiera, aún si aguantaba un poco más.

Pero no era eso, lo que le hacía perderse en esa tortura con ataduras de humo y cafeína era la sensación de inutilidad, la impotencia de no haber aprendido lo suficiente para estar en una posición mejor, de no poder decir a los marionetistas “me hace falta” “lo merezco” las verdades como puños que compartía con tantos personas que se unían al club, cuyo número de socios no dejaba de subir y subir. Y más allá de todo eso, que iba a perder esa satisfacción de un trabajo bien hecho y remunerado en su justa medida. Esa realización que sólo conseguimos cuando se disfruta de lo que se hace.

La colilla ya le quemaba entre los dedos impregnados con el olor a nicotina, apuro el poco café que quedaba, y apago el cigarro en el cenicero. Se paso la mano desde la nuca a la cara y ahí se quedo un rato más hasta que no vio motivo para quedarse más rato, así que volvió a su cama, andando descorazonado por el oscuro pasillo hacia el cuarto.

En la cocina no consiguió su paz, más bien fue con la bronca que le echo su mujer, por venir oliendo a tabaco y por andar despierto a esas horas. Ese acto de puro rutina, escondía un trasfondo de cariño, de apoyo, de amor que necesitaba ahí, ahora y que sabía que siempre tuvo y tendría el resto de su vida.

No compartió estos dulces pensamientos con su mujer, nunca lo hacía, porque no hizo falta. Era algo que se sabía.

-La vida sigue, y nosotros con ella – Pensó

¡Apaga la luz y duérmete ya de una vez! – le contestó su voz más conocida.

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