domingo, 10 de abril de 2011

Cualquier noche sevillana


¿Qué por qué iba andando para casa? Fácil, porque soy gilipollas. Podía haberme sacado hace meses el carnet de la bicicleta. Ahora tenía que ir a pata. C´est la vie. El camino diez minutos pedaleando ahora sería media hora de paseo. Lo mejor en estos casos es comenzar, andar lo antes posible, cuanto antes empieces antes acabas, la música ayudaría en el camino.


Pero, el porqué estaba meando entre un contenedor y una furgoneta, estando mi casa a tan sólo un minuto de distancia, en la última parte del camino, no sé decirlo. Y créeme, si te digo, que en realidad, ese fue el momento de mayor lucidez que tuve en toda la noche, porque fue en el momento que me di cuenta, que deje de mirar al suelo. Durante todo el trayecto a casa observe todo el viaje a casa. Había escuchado la música, había respirado río y verdadero aire. Todo tenía ahora más sentido, más orgullo, más dignidad. Estaba VIVO.

Divagué, sobre porque estaba así, cuando…ocurrió lo impensable hace poquísimo tiempo, ser consciente, ser… ¿feliz? Y en especial, como carajo había llegado allí, era confuso en un primer momento. Recordé la noche. Pequeño concierto de unos grandes artistas. Si hay un perro aquí no se vaya a molestar. Continuos breves pero largos descansos para salir. Encuentros halagadores y reveladores en el baño… Tras eso, agüita amarilla por doquier, rituales y más rituales. Pero me tuve que ir pronto, me moría del hambre, y a esa hora no habría nada abierto, aunque si fuera el caso, daba igual tenía como…unos 8 céntimos en la cartera.

Retomando, ese momento coincidía con el punto de partida de mi trazada de google sevillana habitual, o dicho de otro modo más claro, de mí pateo que te cagas. Sí, ese fue el momento que como dije antes decidí que era gilipollas. Eso era, buen comienzo. Enfundado los cascos, salieron los artistas de esa noche a través de las ondas, los había dejado preparado. Y entre sureños que escuchaba y sureños que me acompañaban, el camino se hizo al andar.
Más avanzado, allá donde la Giralda gobierna, me di cuenta que el chaval de las rastas que aún le quedaba mucho crecer ocultaba con su torcido y ebrio paso, el mío, más sutil y desapercibido. Qué Suerte, qué suerte, a esto que pasaba un grupito de curiosas que no estaban nada mal y nos mirábamos unos segundos. Eché un escupitajo por acto reflejo, adiós a la magia, pero yo me quedé a gusto. Cambió la canción, música de hace tres años… seguía aún aquí. Nostalgia…

Pronto me encontró el rio, tuve que sentarme a mirarlo, ¿cómo no hacerlo? Y liarme un cigarro, con la mirada perdida en las luces de los puentes y edificios reflejadas en el suave movimiento del agua, por pura memoria de los dedos estaba listo. Fascinante. Pero claro, sin fuego. Pedí a la que me habló en ingles en broma, o de verdad, poco me importaba.

Y seguí mi marcha, bailando, total quien me viese iba a pensar lo que le diese la gana, nada nuevo. Pronto se acabó y la vejiga explotaba quizás en respuesta al intenso olor de la aceituna machacada, quizás por el canto pausado de los búhos, quizás por la visión de contenedores de vidrio grafiteados, quizás por todo lo bebido por la noche, más bien.

Y allí estaba yo, pensando y requetepensando, con el suave sonido líquido que superaba de vez en cuando la música de los cascos sin una almohadilla. Cuando me subí la cremallera, vi que menos da una piedra, y que aún menos da una mierda. Estaba ahí, en plenitud. Seguía manteniendo la cabeza alta, por naturaleza. No hacía falta más.

Junto al soniquete de las llaves un último cambio de canción que remato la noche con su punto final, una gran verdad que en el fondo siempre es así: si bien todo esto fue, a mi manera.

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