lunes, 8 de abril de 2013

OLOR 14: EL GRAN CHEF



Llegó a su casa, cansado, muy cansado, jodidamente reventado, que se caía por los suelos. Después de 14 horas trabajando, no era para menos. A veces, el jefe lo tenía así en el restaurante durante semanas. Pero no le importaba, su pasión era ser cocinero y la comida, siempre lo había sido.
Fue directo a la cocina, a dejar una lubina que había apañado a precio amigo por los tejemanejes que se traía en su trabajo.
Se echó agua en la cara para espabilarse, se puso el delantal, y así comenzó su magia.
Los ajos fueron pelados y cortados en pequeños trozos en cuestión de segundos junto a un limón y algo de perejil. Las cebollas y los pimientos no fue problema para sus afilados cuchillos de los que no se separaba ni para dormir. En las patatas, ya si se tuvo que parar un poco a pensar mientras las pelaba. La mente se le fue a que película iba a ver mientras cenaba, le encantaban sin duda esas cenas nocturnas.
Limpió verduras y pescado mientras se precalentaba el horno. Colocó todo en una bandeja y  puso a cocinar la lubina. Decidió que un buen entrante sería unas tostadas con una crema al roquefort, receta de él mismo, y un poco de gazpacho que le sobraba, todo bajado con un buen vino.
Limpió la cocina, preparó la mesa y como aún le sobraba tiempo, se fue directo a la ducha sin pensarlo.
Se desnudó con gran torpeza en el baño, y se quedó un largo rato callado debajo del agua caliente que le caía en su cabeza calva. Menos mal que el horno tenía temporizador, se le habría quemado seguro si no fuera así.
Cuando decidió salir, el vaho era tan abundante, que tuvo que abrir la puerta para verse en el espejo.
Y así, tras unos minutos, se limpió  el espejo alterado por la condensación y pudo ver su imagen claramente en el reflejo. Era un hombre grande de verdad. 1,84 metros de alto y unos 140 kilos de peso. La barriga dominaba todo su cuerpo, acompañado de unos brazos fuertes y grandes. La papada empezaba a duplicarse en sí misma en una estructura escalonada, salpicada de una barba de más de tres días.
Y aun sonreía. Se veía y sonreía a su reverso, a su imagen, porque se encantaba así. Se sentía el hombre más afortunado y bello del mundo. Hasta ponía posturitas de culturista mientras la toalla que apenas le cubría bailaba al viento. Cantaba feliz mientras se afeitaba y se vestía.
Era un hombre pleno, contento consigo mismo.
Así, limpio, cómodo con un disco duro lleno de películas de Charles Chaplin, se presentó así mismo una enorme cena de la que no dejo nada más que dos botellas vacías y raspas.
Se quedó dormido en sofá cuando apareció en pantalla la escena de “La Quimera del Oro” cuando Charlotte se cocina sus propios zapatos.
Su último pensamiento fue que debía alimentar a los demás, a todo el mundo que conociera de la misma forma como se alimentaba así mismo. Aun sintiéndose un tío tan afortunado y sexy, tenía mucho que mejorar como persona, lo poco que el cuerpo le aguantará. 

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