Llegó a su casa, cansado, muy cansado, jodidamente
reventado, que se caía por los suelos. Después de 14 horas trabajando, no era
para menos. A veces, el jefe lo tenía así en el restaurante durante semanas.
Pero no le importaba, su pasión era ser cocinero y la comida, siempre lo había
sido.
Fue directo a la cocina, a dejar una lubina que había apañado a precio amigo
por los tejemanejes que se traía en su trabajo.
Se echó agua en la cara para espabilarse, se puso el
delantal, y así comenzó su magia.
Los ajos fueron pelados y cortados en pequeños trozos en
cuestión de segundos junto a un limón y algo de perejil. Las cebollas y los
pimientos no fue problema para sus afilados cuchillos de los que no se separaba
ni para dormir. En las patatas, ya si se tuvo que parar un poco a pensar
mientras las pelaba. La mente se le fue a que película iba a ver mientras
cenaba, le encantaban sin duda esas cenas nocturnas.
Limpió verduras y pescado mientras se precalentaba el horno.
Colocó todo en una bandeja y puso a
cocinar la lubina. Decidió que un buen entrante sería unas tostadas con una
crema al roquefort, receta de él mismo, y un poco de gazpacho que le sobraba,
todo bajado con un buen vino.
Limpió la cocina, preparó la mesa y como aún le sobraba
tiempo, se fue directo a la ducha sin pensarlo.
Se desnudó con gran torpeza en el baño, y se quedó un largo
rato callado debajo del agua caliente que le caía en su cabeza calva. Menos mal
que el horno tenía temporizador, se le habría quemado seguro si no fuera así.
Cuando decidió salir, el vaho era tan abundante, que tuvo que abrir la puerta
para verse en el espejo.
Y así, tras unos minutos, se limpió el
espejo alterado por la condensación y pudo ver su imagen claramente en el
reflejo. Era un hombre grande de verdad. 1,84 metros de alto y unos 140 kilos
de peso. La barriga dominaba todo su cuerpo, acompañado de unos brazos fuertes
y grandes. La papada empezaba a duplicarse en sí misma en una estructura
escalonada, salpicada de una barba de más de tres días.
Y aun sonreía. Se veía y sonreía a su reverso, a su imagen,
porque se encantaba así. Se sentía el hombre más afortunado y bello del mundo.
Hasta ponía posturitas de culturista mientras la toalla que apenas le cubría
bailaba al viento. Cantaba feliz mientras se afeitaba y se vestía.
Era un hombre pleno, contento consigo mismo.
Así, limpio, cómodo con un disco duro lleno de películas de
Charles Chaplin, se presentó así mismo una enorme cena de la que no dejo nada
más que dos botellas vacías y raspas.
Se quedó dormido en sofá cuando apareció en pantalla la
escena de “La Quimera del Oro” cuando Charlotte se cocina sus propios zapatos.
Su último pensamiento fue que debía alimentar a los demás, a
todo el mundo que conociera de la misma forma como se alimentaba así mismo. Aun
sintiéndose un tío tan afortunado y sexy, tenía mucho que mejorar como persona,
lo poco que el cuerpo le aguantará.